Cuando recuerdo Sudáfrica una sonrisa aparece en mi rostro y mi mente vuela hacia otro continente. Mañanas rodeada de un cielo azul profundo, buscando aventuras y cumpliendo sueños. Tardes anaranjadas con vistas al sol grande y redondo, cegador y brillante llamándome con una familiar voz y siendo tan diferente a todo lo que había conocido.
Noches musicales, luces blancas y doradas con chispitas de colores oyendo los susurros y cantos de la sabana las canciones nativas de un pueblo antiguo que cuenta sus historias cerca al fuego.
Sudáfrica me encontró sin buscarla, me regaló hermosas memorias,
y me enseñó sobre el amor. Un amor sin fronteras, prejuicios y edades. Un amor que es sacrificado, leal y perdonador. Un amor que puede durar más que mil vidas.
Ayer me preguntaste que era lo que más voy a extrañar y no pude responderte. No fue porque no supiera sino era demasiado para elegir solo una cosa. Lo pensé hoy después de un mes y tres días y puedo decir que extrañaré... el ululeo festivo que aparecía cuando llegaba a un nuevo lugar.
Extrañaré el sonido de los tambores acompañando el mismo golpeteo de mi corazón. Extrañaré la tierra árida y desértica, ese color natural y único. Extrañaré al árbol que nos dio sombra aquella mañana cuando cerré mis ojos y una brisa cálida movió mis cabellos y agradecí a Dios que estuviera viva, sana y allí, disfrutando esos segundos, ese pequeño momento en la vida.